lunes, 31 de enero de 2011

Una más en el edificio… y sumando


He preparado el futuro dormitorio de mi hermana con esmero durante una semana. Por suerte, la campaña especial de Navidad lleva rodada y fotografiada desde marzo, así que salvo un par de eventos oficiales, es decir, fiestas, he estado bastante libre. Cuando mi madre me llamó comunicándome que el rumoreado traslado de mi padre era definitivo, supe antes de que llegase a proponérmelo que Synnöve se quedaría en mi casa, y la verdad es que me hace mucha ilusión. Hace tiempo que quiero reforzar los lazos con mi hermana pequeña, y ésta parece la ocasión propicia.

         Llegará hoy. Retoco por enésima vez los cojines de terciopelo que he colocado sobre la colcha de color albaricoque y muevo un poco el sillón de mimbre blanco para que quede en la posición en que lo había imaginado. La verdad es que me ha quedado una habitación de revista, para qué nos vamos a engañar.

         Noto la vibración del teléfono móvil en el bolsillo trasero del pantalón –siempre lo tengo en silencio, odio los timbres-, y descuelgo sin mirar el número.
         —¿Diga? —Pregunto, con mi habitual tono profesional.
         —¿Pam? —Oigo a la voz de mi hermana—. Estoy en el portal, ¿qué piso era?
         —Es el 1º A. Espera, iré a abrirte.
         Sin colgar, atravieso el piso hasta llegar al telefonillo. Pulso el botón unos segundos, viendo a mi hermana por la cámara instalada en el portal. Lleva una maleta enorme y una bolsa de viaje, y se ve en verdaderas dificultades para abrir la puerta empujándola con el hombro. Cuelgo los dos teléfonos y saco de la nevera un par de coca-colas light. Cuando suena el timbre de la puerta, estoy emocionada y todo.
         Al abrir la puerta, abro los brazos para recibir a Synnöve con un abrazo:
         —Hermanita —la saludo.
         —Hola —ella esquiva mi abrazo y entra directamente al descansillo, donde deja sus bultos con desgana—. ¿Tienes algo de beber?
         —En el cuarto de estar —respondo, guiándola hasta los refrescos que he preparado.
         Synnöve se acoda en la mesa y da un sorbo a su coca-cola. Entorna las pestañas, con gesto de estar estudiando su burbujeante superficie, pero no dice absolutamente nada.
         —He preparado tu cuarto —le digo. Espero unos segundos a que me pregunte si quiere verlo, pero debe estar cansada, así que soy yo quien pregunto—. ¿Te gustaría verlo?
         —Vale —responde, con poco entusiasmo.
         Con el vaso en la mano, la guió por el corredor.
         —Éste es mi dormitorio —señalo, únicamente a modo de referencia. Al llegar a su habitación, bastante más pequeña que la mía pero de lo más coqueta, señalo con orgullo el resultado de mi trabajo—, y aquí dormirás tú.
         Synnöve se asoma un poco, con cuidado, como si temiese manchar la alfombra al pisarla. No me cabe la menor duda de que se ha quedado sin palabras. Mientras ella contempla la habitación, me entretengo estudiando sus facciones. Synnöve salió a papá, con sus facciones suaves que le hacen aparentar algunos años menos de los diecisiete que tiene, sus ojos de color azul intenso y ese cabello rubio con un matiz rojizo que parece acentuarse cuando se compara con el mío, que es rubio platino. Yo salí más a mi madre, y a sus genes escandinavos debo parcialmente mi éxito en el mundo de la moda. Aunque ya me haya retirado, me consta que sigo siendo un referente dentro del mundillo.
         Pero volvamos a mi hermana. Synnöve retrocede al pasillo y echa una última ojeada a la habitación antes de comentar:
         —Parece sacada de una casa de muñecas —sonrío, halagada. Es justo lo que esperaba oír—. ¿Puedo poner un par de pósters?
         La pregunta me hace torcer ligeramente el gesto, no puedo evitarlo, pero me recompongo enseguida y respondo:
         —Claro, estás en tu casa. Pero detrás de la puerta, donde no se vean desde fuera.
         —Hecho —responde simplemente.
         Regresa por el pasillo, y yo la sigo. Synnöve no es muy habladora, pero lo prefiero. Vuelve a sentarse junta a la mesa donde espera su coca-cola y deja caer:
         —Papá me dijo que Prue y Alyssa viven aquí también.
         Francamente, esperaba que el tema saliera, pero no tan pronto.
         —Sí —admito—, viven aquí. En el último piso, me parece.
         —¿Las ves mucho? —Pregunta.
         —Por suerte no —mi hermanita debe estar al corriente, como toda nuestra familia, de que Alyssa y yo no podemos ni vernos.
         Ella apoya la barbilla en el hueco de la mano.
         —Espero que no te importe que yo sí las vea.
         Le lanzo una ojeada con las cejas alzadas, incrédula, dándole a entender que se acabará cansando de ellas, pero acepto:
         —Por supuesto que no —debo atraer su atención, y tengo el plan perfecto. Doy una palmada alegre y le pregunto—. ¿Qué te parece si nos vamos de compras? Yo invito, faltaría más.
         —Pues… —Synnöve parece dudar. Echa un significativo vistazo a su equipaje y comienza a excusarse—. Debería deshacer la maleta…
         —Tonterías, eso puedes hacerlo luego —me pongo en pie y cojo mi bolso, que hasta entonces descansaba en uno de los sofás—. No iras a perder la oportunidad de quemar plástico con tu hermana mayor, ¿verdad?
         Synnöve me mira con la boca entreabierta. Es obvio que he vuelto a dejarla sin palabras, y es que una oferta como ésta no se la hacen a una todos los días. Me pregunto qué pasa ahora mismo por esa cabecita suya.
         —De acuerdo, vamos —acaba claudicando—. Pero espera, tengo que sacar un bolso de la maleta.
         —Está bien, te espero —trato de mostrarme amable, aunque esperar no es precisamente uno de mis grandes hobbies. En ese momento recuerdo que debo decirle que no abra la maleta encima de la cama, pero Synnöve ya ha desaparecido por el pasillo.
         Cuando por fin llega al recibidor, me apresuro a hacerla salir y echo la llave. Por la escalera suben una de nuestras vecinas, la pelirroja, acompañada de una chica de cabello rubio y rizado. Al oírla hablar, reconozco un inconfundible acento californiano. Debo haberme quedado con cara rara, porque Synnöve me pregunta:
         —¿Las conoces?
         —A una sí, de vista. Y la otra… en fin, parece que tenemos más de una nueva inquilina en el edificio —respondo.
         El ascensor llega justo a tiempo para que dé comienzo nuestro ansiado día de compras.

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